15/8/17

Chanquete no va a morir

Me había prometido a mí mismo que ese verano Chanquete no moriría. Debía hacer lo imposible para que todo fuera positivo y lleno de vida. Por eso no podía dejar que alguien viniera corriendo a mí, dándome la mala noticia de que el dueño del barco, que tantas buenas aventuras nos había dado, se había ido.
Disfruté al máximo mi estancia en el chalet que tenían mis padres cerca de la playa y me zambullía en un mundo de tranquilidad. El oleaje como melodía, la brisa silbando entre las ramas de los pinos y los pájaros haciendo los coros, formaban parte de mi banda sonora veraniega. 
El último martes de mis vacaciones, si no recuerdo mal el día, me propuse ver la puesta de sol sentado en la orilla de aquel mar inmenso y disfrutar de aquellas aguas infinitas tragándose una gigantesca esfera ardiente, sin conseguir apagarla. 
Aún faltaban algunos minutos para que aquel maravilloso espectáculo se grabara en mi retina, por lo que decidí caminar, con mis pies desnudos, por la cristalina orilla y sentir aquella arena fina y mojada en los cimientos de mi cuerpo. Iba sumido en mis propios pasos, tratando de pisar justo donde otra persona había pisado. Quería dejar mi huella dentro de otra, de la que desconocía a su dueño. A ratos, me sentía poderoso, como si me impusiera a alguien, pisando el último y dejando mi rastro sobre el suyo. Otras veces, sentía todo lo contrario y me parecía jugar a aquel juego, simplemente, para pasar desapercibido y que nadie notara que yo había paseado por allí. Miraba al suelo, sin disfrutar de lo que aquel paraíso me ofrecía, si tan sólo hubiera levantado la cabeza. 
Abstraído en mi caminata, percibí que las huellas se habían acabado, sin darme cuenta de que el creador del camino me esperaba quieto. 
Choqué con aquel ser, que con tan sólo mirarlo me enamoró. Y allí estaba ella, con sus melena rubia mecida por le viento y dejada caer sobre sus hombros como una dulce lluvia de mayo. Sus facciones se dibujaban en tonos azulados que resaltaban el rojo de sus labios y el brillo del sol destellaba en sus ojos color miel.
Me disculpé y me sonrió, clavando aún más profunda la flecha que Cupido me había lanzado un segundo antes. Giró su cuerpo, sin parecer importarle mi estado de adoración hacia ella y siguió su camino, dejando huellas abandonadas a su paso.
Miré al horizonte y el sol ya había desaparecido. 

Ese verano supe que perdí, sin querer, mi puesta de sol, mí amor de verano y mi promesa de que Chanquete no moriría.
#AmoresDeVerano

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