8/3/20

CORPUS

Nada más enterarme del concurso que Zenda había preparado sobre heroínas, lo primero que hice fue avisar a mis tías para que me hablaran sobre las experiencias que habían vivido junto a la mayor heroína que todos en la familia habíamos conocido. Me empezaron a contar esas historias que tantas veces había oído y aún así, se me asemejaban como nuevas sobre mi abuela Corpus.
Ya su nombre causa dulzura, aunque suene raro al oído porque poco más de 200 personas lo tienen en nuestro país y eso que viene haciendo homenaje al cuerpo del cristiano por excelencia. Se parecía a él en sus cualidades de sacrificada y bondadosa con todo el mundo, aunque físicamente, además de ser mujer, se diferenciaba en que su cuerpo estaba formado por una curvas bien redondeadas, una cara cuarteada por las arrugas y una manos trabajadas pero a la vez dulces.
Olaya, Encarna, Conchi, Corpus y Juana, sus hijas, la recuerdan como una mujer con temperamento y que, cómo ellas dicen, “tenía la mano que era un abanico” pero que a día de hoy se lo apremian, porque gracias a esa arma secreta, a sus enseñanzas y a su ejemplo son lo que son: en sus propias palabras, “educadas, honradas y buena gente”.
Mi abuela, pese a haberse criado en la calle más pobre de todo el pueblo y a no haber recibido educación académica ninguna, no sabía apenas leer o escribir, demostró que la vida no es solo de aquellos que se gradúan laureados.
Hacía de matrona cuando había que atender algún parto inesperado, hospedaba gratuitamente en su casa a familias totalmente desconocidas que venían de fuera y tenían algún pariente ingresado en el hospital o a primas que se separaban de sus maridos con niños incluidos, recogía a las mujeres maltratadas y a sus hijos, víctimas de la, en aquella época desconocida, violencia machista. Se quitaba de su propia comida para que todos tuvieran algo que llevarse a la boca, ahorraba durante todo el año para hacer kilos y kilos de pasteles para cuando nos juntábamos todos en navidad y no nos faltara de nada… ¡Cuánto echo de menos esos bollitos de miel!
Las cinco recuerdan cómo ella pagaba sus uniformes del colegio de monjas con calderilla, poco a poco, y de cómo les hacía pasar vergüenza a la hora de devolver cualquier cosa que ellas robaban, como un terrón de azúcar en alguna tienda por el hambre, enseñándoles lecciones que se quedarían grabadas a fuego en sus fueros internos.
Las dos más pequeñas recuerdan cuando una vez mi abuela las acompañó durante la feria del pueblo. Ellas, adolescentes aún, querían montarse en los coches de choque y una se quitó un cinturón que llevaba con un hebilla de metal grande porque le molestaba. Se lo dio a mi abuela para que se lo sujetara, mientras ella esperaría sentada, viendo como sus hijas disfrutaban de la atracción. Mis tías, no porque sean mis tías, eran las bellezas del pueblo (una incluso llegó a ser miss) y todos los revolucionados hormonales se fijaban en ellas e intentaban llamar su atención, ¿cómo? Haciendo chocar sus coches con el de ellas, sin apenas darle respiro para poder conducir tranquilamente una sola vuelta por el circuito. Mi abuela, al percatarse de la escena, sin dudarlo y directa, se lanzó en medio de la pista y aprovechando que tenía en su mano el cinturón empezó a lanzar latigazos contra todo aquel que se acercaba a sus retoños, exponiéndose al peligro de aquella escena tan almodovariana. Siento decirle a Belén Esteban que ella no inventó eso de “Por mi hija, mato”.
La heroína mexicana Leona Vicario dijo una vez que “los sacrificios de la mujeres son más desinteresados” y una viva representación de esa gran verdad fue mi abuela Corpus porque daba sin esperar nada a cambio y donde su propia kryptonita era su corazón de oro.

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